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¡Es así!

Submitted on Mar 14, 2023 by  Flor de Loto

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Cuando tenía unos 4 o 5 años de edad, algunas noches solía despertarme un misterioso vaivén de las cortinas de mi habitación. De inmediato empezaba a ver formas que me producían mucho miedo: rostros deformes, animales amenazantes. Era tal mi temor que ni siquiera podía salir corriendo de allí. Apenas lograba sentir protección colocándome en posición fetal y escondiendo todo mi cuerpo entre las sábanas hasta volver a quedarme dormida.

Una noche en la que el vaivén de las cortinas volvió a despertarme, sentí un enorme hartazgo. Me levanté, las corrí y fui a mirar de una vez por todas cuán terroríficos podían llegar a ser esos rostros, cuán peligrosos podrían ser esos bichos en forma de animales. Iba dispuesta a intimidarles clavando mis ojos directo a sus retinas.

¡Basta!

Sin embargo, al despejar las cortinas fui sorprendida por una gloriosa superluna junto a un festival de estrellas, una brisa suave, deliciosa, reconfortante que me hicieron olvidar las noches de desasosiego y me devolvieron la sonrisa.

Es así: cuando nuestra imaginación es presa de nuestros miedos, cuando nuestras creencias se tiñen de prejuicios la parálisis se convierte en un feroz tirano. Y hay que hartarse, hay que darle cabida al enojo sin que te gobierne, hay que ofrecerle lugar a la tristeza sin que pretenda vivir dentro de ti, hay que mirarle a los ojos al miedo, directo a la retina y es justo allí, en ese instante podrás empezar a ver ese rayito de luz que está dentro de ti, que eres tú.

Hace un año empezó mi vía crucis.

Un examen de rutina con resultados dudosos hizo que mi médica me recomendará hacerme estudios más exhaustivos, entre los cuales estaba el de HIV.

Con la tranquilidad de quien nada teme porque nada debe, me los hice. Al tiempo debido busqué los resultados, de nuevo los llevé a la especialista y esta solo me recomendó que comiera más carnes rojas y los repitiera a modo de control dentro de 6 meses. Ella no vio que el resultado de la prueba de HIV sugería otro protocolo.

¿No lo vio?

6 meses después repetí los estudios y fui yo quien se percató e hizo las deducciones que le hubieran correspondido hacer a aquella médica.

De inmediato fui a una infectóloga, más inepta que la anterior.

Al día siguiente fui a hacerme la prueba confirmatoria, un estudio que tarda 1 semana, a mí me lo dieron 2 meses después porque los reclamé airadamente.

Fueron dos meses de incertidumbre, alivio momentáneo, de escalofriante miedo, como aquellos en los que las cortinas de mi habitación de niña me resultaban amenazantes.

Hubo días en los que ensayaba lo que serían mis opciones: de ser un resultado positivo debía hacer tales y tales cosas. Y de ser negativo seguiría mi vida tal y como hasta ese momento.

Pero las cortinas y ese vaivén agotador se empeñaban tozudamente en no darme tregua.

El 24 de enero de 2022 me harté, llamé al Sanatorio y exigí los resultados casi a los gritos.

Ese día empecé a correr las cortinas, solo que esta vez no había superluna, ni un festival de estrellas.

Por email me hicieron llegar los resultados.

Sola en mi casa, lloré, lloré desconsoladamente.

Ahora era el animal horrendo el que clavaba sus ojos sobre mis retinas, me intimidaba y mucho.

Empecé hacer lo que ya había previsto: llamé a un centro de apoyo para que me dijeran que debía hacer, pero las dudas continuaban, el miedo se estaba apoderando de mi, quería ganarme.

Al llegar la noche le conté a mi marido, extrañamente me sentía más tranquila. Él también debía hacerse la prueba.

Al día siguiente encontré un excelente lugar, fuimos y nos hicimos las pruebas. Sin sorpresa alguna recibimos los resultados con la fortuna de haber sido atendidos por una especialista que nos indicó con claridad y cariño lo que debíamos hacer.

Había llegado la hora de seguir con el correr de las cortinas y darme cuenta que no se trataba de un único animal espantoso, sino más de un bicho deforme y horroroso, que siempre habían estado allí solo que habían sabido ser discretos y fue el HIV el que impertinente y atrevido, vino a exponerlos, a dejarlos impúdicamente al desnudo.

Y no quedaba otra, había que mirarlos, reconocerlos, ponerles un nombre, mirarles directo a las retinas.

Como si hubiera sido poco batallar con los dragones había que enfrentar al ogro mayor: la traición.

No había lugar para taparme con la cobija ni buscar protegerme en posición fetal, tampoco era lo yo quería.

Esta era mi realidad y había que atravesarla, no me quedaba otra.

A esta altura la vida ya me había entrenado en eso de batallar con demonios, conjurarlos y tomar decisiones, pero ahora me ponía enfrente a uno mil veces más grotesco e inimaginable, que con una certera patada puso a volar por el aire todas las fichas del tablero. Las fichas de mis certezas.

Reconocer cada uno de mis temores, descubrir que detrás de mi tristeza se escondía una iracundia inédita, un grandísimo enojo, una profunda rabia, frustración.

La impotencia instalada entre pecho y espalda por formar parte de un ínfimo porcentaje de una estadística que se me antojaba injusta, desconsiderada, inmerecida, con sabor a amargo, a bilis, a deslealtad.

Sin tener a quien contarle, me refugié en la fe en Dios como fuente de la fortaleza que me daría serenidad y sabiduría para tomar cada una de mis decisiones.

Tenía que mirar a aquellos rostros deformes, a los animales tenebrosos. A todos, a los imaginarios y los ya no tan agazapados, ponerles nombres, bautizarlos, conjurarlos, debía dar espacio al miedo sin que se quedara a vivir conmigo, entregarme al enojo más visceral sin que secuestrara mis ganas de volver a sentirme en paz, para desde la profundidad de esas emociones, que en mi vida había sentido con tanta contundencia, poder salir a la luz.

Fue como parirme a mí misma.

Un día, casi sin darme cuenta corrí la cortina y me sorprendió la superluna con su festival de estrellas y sin darme cuenta volví a sonreír.

¡Es así!

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