Cuando tenía unos 4 o 5 años de edad, algunas noches solía despertarme un misterioso vaivén de las cortinas de mi habitación. De inmediato empezaba a ver formas que me producían mucho miedo: rostros deformes, animales amenazantes. Era tal mi temor que ni siquiera podía salir corriendo de allí. Apenas lograba sentir protección colocándome en posición fetal y escondiendo todo mi cuerpo entre las sábanas hasta volver a quedarme dormida.
Una noche en la que el vaivén de las cortinas volvió a despertarme, sentí un enorme hartazgo. Me levanté, las corrí y fui a mirar de una vez por todas cuán terroríficos podían llegar a ser esos rostros, cuán peligrosos podrían ser esos bichos en forma de animales. Iba dispuesta a intimidarles clavando mis ojos directo a sus retinas. Sigue leyendo...